Con la mañana y la tarde
libres, este viernes pasado, y un día con sabor a sonrisa, decidí
ir hasta Santiago, que era algo que hacia ya demasiado que no hacia.
Es un paseo que normalmente me carga las pilas y pese a un sabor
agridulce que siempre me tiene me sirve para librar mis ojos de
malos sabores, eso de ver que el mundo no termina en las cuatro
paredes del pueblo en que vivo. Que hay más vida que esa.
Fue agradable en general.
En Fernando VII encuentro una de
las librerías por las que me gusta pasar con las estanterías de sus
escaparates vacías, la puerta cerrada y un gran cartel advirtiendo
del cierre. Poco después, ya en otra calle, encuentro otra, esta vez
pequeña pero que fue importante para mí cuando coleccionaba
sellos, también cerrada. La crisis supongo se las llevo por delante.
Por suerte Follas Novas sigue en pie y funcionando, me encanta ese
olor que tiene a libros nuevos esperando nuevo dueño. Siempre me
recuerdan las librerías a los orfalinatos.
Paso por delante de las puertas
de la facultad de filosofía. Lo hago intencionadamente, me gusta ver
su alumnado, el curso pasado vi entrar en ella a una pareja de
góticos, y desde entonces me pregunto si solo estaban como yo de
paso o son alumnos en ella. Pero pese a ser viernes tenía las
puertas cerradas y no vi deambular alumno alguno, quizá era festivo
y por lo tanto no lectivo para ellos, no lo sé. Lo mismo ocurre con
la de Historia, tiene la puerta principal cerrada, no miro la otra.
Me gusta entrar por esa puerta,
mirar para el pilar de su umbral donde una pequeña placa de bronce
nos informa de a que altura estamos en ese punto sobre el nivel medio
del Mediterráneo. Es la facultad más hermosa que tiene Compostela,
sus piedras respiran y exhalan historia. Siempre me hace sentir paz.
Llego a la plaza de la
Quintana, ya no recuerdo quién me contó una vez que era un
cementerio. En una parte Quintana Baja se enterraban los pobres, en
la Quintana Alta los ricos, me siento sobre las escalinatas de la
Quintana Alta, es la mejor perspectiva, veo la gente pasar, la
catedral a mi derecha cercana y ajena a la vez, lejos queda mi viejo
idilio con ella. Bajo por platerías, dudo por un momento si pasar o
no por la plaza de la actual fachada principal, doblar por el Hostal
de los Reyes Católicos y a un paso llegar hasta la pared de una
iglesia que en su tiempo debió tener también su cementerio o eso
deduzco pues en esa pared encontré que en caso contrario no parece
tener sentido.
Tiene esa pared en su piedra
esculpido un relieve de calavera humana sobre dos tibias, y entorno a
ello una advertencia que reza “así como te ves me vi, así como me
ves te veras”, pero me digo que no, ya lo he visto muchas veces y
es otra cosa lo que me apetece ahora.
Retorno a la zona nueva de
Santiago y dejo atrás la vieja, entro en un bar y restaurante,
pensado más bien para una clientela estudiantil, un negocio
familiar. Miro, no veo lo que busco, me pido un café y espero, en
vano. Pasa el tiempo y se me hace la hora de comer, pero no quiero
comer allí, no me gusta la clientela, me recuerdan aquello mismo que
pretendo olvidar en Santiago. Salgo y me encamino al Galeón, aun es
relativamente temprano y no tendré que hacer cola, odio esas colas,
por eso siempre voy temprano o muy tarde. Su madera, el sable, todos
esos barcos de vela hace que, yo que nunca en la vida me he sentido
en casa, me sienta un poco en casa. Termino rápido y digo no cuando
me pregunta el camarero si quiero un café, lo quiero pero en otro
sitio, pago y me voy. Vuelvo al bar restaurante de antes.
De nuevo nada, me pido ese otro
café pero vana es la espera. Termino marchando, se me va haciendo
tarde. Volveré en otra ocasión, ya lo sé, tengo una amiga que
suelo ver allí.
Mi interés por ese local
comenzó hace unos seis años, la primera vez que entre en él no fue
otra la razón que el estar cercano a la parada de autobús y que aun
me faltaba mucho para que este llegara.
Tras la barra estaba la familia
que lo lleva. Fuera de la barra había tres clientes, dos mujeres y
hombre, de entre cincuenta y sesenta años, que también parecían
una familia, también estaban dos niñas, de unos tres años una de
ellas, de unos tres años más la otra, ambas, por lo que escuchaba y
vi supe eran hijas de la familia que regenta el local, la niña mayor
cuidaba de la pequeña y llevaba yo un buen rato observando como se
desvivía cariñosamente por estar totalmente atenta a la pequeña.
Me maravillaba esa dedicación. Y, fue entonces cuando la
conversación de los adultos me golpeo.
Los clientes, visitantes
comenzaron a alagar a la pequeña, ante sus padres, y los padres
corrieron encantados a darles toda la razón del mundo y más. La
pequeña era alegre, estaba maravillada con el mundo, todo era para
ella sorpresa y fiesta, su alegría resultaba contagiosa, era una
cura penas, pues bastaba que anduviera cerca para sentir también
alegría. Todos estaban de acuerdo, incluso en eso lo hubiera podido
estar yo, pero lo hacían comparando a la pequeña con la mayor. Ese
era el problema. La mayor sabía que no todo era fiesta, que la vida
pesa. No podía transmitir esa alegría pura que nace de la
inconsciencia y solo en ella es posible.
La mayor estaba haciendo un
trabajo de adulta, con solo seis años, y salvo por lo menuda que era
no se me ocurre nadie que pudiera ser mejor y más atenta niñera de
la pequeña. Y, escucho, igual que yo, como la pequeña era mejor
que ella, pues reía la una y no la otra y en ese reír radicaba
según ellos que la una valiera más que la otra “a outra nunca
sera como a pequena” dicho por su madre y con cierto tono de queja
son el puñado de palabras que no olvido de todo aquello.
Y, yo no dije nada, me calle
como me callo tantas cosas y tantas veces callo. Pero, sin
desvalorizar a la pequeña, la impresionante era la que con solo unos
seis años estaba haciendo un trabajo de adulta igual de bien que lo
podría hacer yo.
Pero desde entonces, siempre que
voy a Santiago, si me es posible paso por allí y la mayor ya sabe
que lo primero que hago al entrar es mirar si está ella y que solo
entonces sonrió y no lo vuelvo hacer en ningún momento salvo si me
cruzo con ella al salir o similar. A nadie más “veo” y a nadie
más sonrió. Y me gusta ver como van pasando los años y la niña
que aquel día quedo dolida y cabizbaja va creciendo firme y segura
de si misma, Y, pienso que seguro que no mucho pero que algo si que
tienen que ver con ello esas sonrisas que con nadie más comparto.
Ella sabe que de todos los allí presentes es ella a quien yo
prefiero.
Y, pienso que entre nosotras,
sin habernos cruzado una palabra, hay una amistad veraz, que dentro
de treinta años de saber ella donde dar conmigo la haría irme a ver
al asilo de ancianos en el que ya nadie me visitaría, pues veo en
ella y en la profundidad desde la que nos miran sus ojos que es esa
clase de gente, que rara vez encontramos, que sí hace cosas que de
nadie más podemos esperar y tan necesarias nos son.
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