viernes, 30 de diciembre de 2016

Sobre la amistad

Recientes sucesos me llevan a querer hoy hablar de la amistad, lo que entiendo por tal y como funciona esta en mi vida. Ya veré otro día si cuento o no dichos sucesos.

Para que considere yo que soy amiga de una persona se necesita una cosa, para que considere que esa persona es amiga mía se necesita además otra.

Soy amiga de cualquier persona que se lo merezca y en la medida que se lo merezca y considero amiga a cualquier persona en la medida que se lo gane y solo en la medida que se lo gane.

Una persona despierta amistad en mí cuando da muestra de una serie de características, ese despertar jamás me pide permiso pero tiene mi permiso por supuesto. Me despierta amistad la gente valiente pero no la imprudente, la sincera sobretodo consigo misma, la muy o poco inteligente pero amiga de usar su inteligencia, la gente humilde que no cree saberlo todo o no ya lo suficiente, la que mira de frente la vida, la que no teme la intemperie ni la puede molestar un poco de brisa; cuando no se emborracha con palabras huecas, cuando tiene algo que decir y lo diga o no; cuando rehuye incluso sus propios prejuicios; cuando sabe y siente que también los demás somos reales y no mero decorado en su vida. Cuando no es infeliz por tonterías vanas, cuando no teme su sombra, cuando no teme la de los demás, cuando su mente es libre y su corazón fuerte. Cuando cada mañana se despierta dispuesta a aprender algo nuevo, cuando le mueve la curiosidad, el hambre de ver y comprender.

Eso y cosas como esas es lo que en mi despierta amistad.

Como se puede ver en ningún momento digo, ni podré decir jamás, que para despertarme amistad es necesario que a mi vez la despierte yo en él o ella. Muchos de mis amigos soy amiga de ellos pese a que no saben ni que existo.

Para creer que alguien siente amistad hacia mi persona, en cambio, funciona de un modo diferente. Me gustan los abrazos que me pueda dar un amigo, pero no los considero amigos por ello. Un abrazo no cuesta nada, no prueba nada. Hasta tu peor enemigo te puede abrazar para apuñalarte por la espalda. Solo empiezo a sospechar amistad por parte de alguien cuando le veo hacer, para tratar de favorecerme, algo que le cuesta hacer y cuanto más le cueste más lo sospecho. Por lo tanto abracitos, besitos y sonrisas nada me dicen al respecto. Solo en pleno invierno, en noche oscura, se reconoce al amigo. En pleno verano, bajo la luz del mediodía hasta el que planea merendar tu hígado te sonríe.

Hasta ahora no he hablado para nada de la amistad entendida como relación, hablo de algo más básico, de puro sentimiento. Para que se establezca una relación de amistad entre yo y alguien es necesario que se den a la vez ambas cosas y algo más, un grado suficiente de trato en la vida como para habernos probado mutuamente que en efecto somos tal y consecuentemente, aunque a la vez como causa o no solo como consecuencia, nazca entre nosotros una confianza mutua. Un “yo sé y tú sabes y los dos lo sabemos que cada uno puede contar con el otro”. No contar para el intercambio de sonrisas ya que es sabido que hasta el lobo sonrió a Caperucita Roja cuando se dispuso a comérsela. Contar el uno con el otro para las noches oscuras de frio invierno.

Por todo ello no cualquiera puede ser amigo mio, no de cualquiera quiero yo ser amiga.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Ser un zombi es fácil

Pensamientos góticos:


Son como zombis, diría alguna gente, seguro, pero su corazón late, sus pulmones respiran, su piel es cálida y otras mil cosas más los diferencia de los zombis, pero son muchas también las semejanzas que hay entre ellos. Una de esas semejanzas es que tanto los unos como los otros carecen de afán por aprender algo nuevo, sienten que ya saben lo suficiente, todo lo que necesitan saber para cumplir con su destino en la vida.

Desde que nacieron, estos falsos zombis, han sido aleccionados por su entorno social, se les ha dicho, hasta lograr que se lo crean a pies juntillas, lo que deben sentir, pensar, buscar, hacer; de que modo deben verse a si mismos, de que manera ver a los demás, de que forma ver la vida. Y, ahora van por ella, la vida, como aquel que va por una autopista, bien seguros de que el ingeniero que la construyo es de fiar y bien sabía lo que hacía. Sienten que desviarse de ese camino ya hecho es caer en la oscuridad salvaje de un bosque cuyos arboles no dejan fluir la luz. Y, les aterra perder esa senda, nada es para ellos tan importante como la promesa doble que se les ha hecho en nombre de esa autopista; se les ha prometida que ella y solo ella les puede garantizar un mínimo de aciertos en la vida.

Le tienen tanto miedo a ese bosque oscuro y salvaje, de apariencia caótica, ese que imaginan rodeando su autopista que aunque quisieran, que no quieren, investigar, explorar lo que es la vida fuera de esa autopista, no osarían hacer tal cosa. Ellos creen en limites que fueron inventados por otros no muy diferentes a ellos, ven fronteras en la vida que en realidad solo existen en nuestros mapas y para nada en ella, llaman luz a estar dormidos soñando estar despiertos y que ven la luz del Sol. Pero sus ojos están cerrados.

La realidad es que la Realidad, de la vida, está fuera. Y, dentro también. Pero no en nuestras fantasías, no en nuestro imaginación, no en “verdades” consensuadas. La realidad es que nuestro entorno cultural, como cualquier otro, es mucho lo que sabe pero también mucho lo que ignora y la mitad de lo que nos pide que nos creamos es simple y llanamente una mentira, un disparate y hasta en ocasiones una aberración. Vivimos atrapados en el sesgo cognitivo, en el prejuicio campante.

Somos una sociedad de zombis, aunque nos lata el corazón. Vamos por la vida, envejeciendo y muriendo, sin llegar jamás a estar vivos del todo. Es esa la forma con la que damos forma a nuestra sociedad, a nuestra cultura, y a la mirada de nuestros niños. De vez en cuando, menos mal, surge alguien que es una excepción y aporta algo valido, pero de cada cien o mil veces solo una se le hace caso y la mitad de las veces en que le hacemos caso es para usar eso valido pero de un modo, manera, forma que son invalidas.

Vivo en un bosque tenebroso, oscuro, frío y caótico. Donde la luz no da entrado. Vivo en él desde que nací. Pero ese bosque no se encuentra fuera de esa autopista ya mencionada, al contrario, ese bosque que no deja pasar la luz es esa autopista.

El sentido de la vida se encuentra fuera del asfalto. Pero somos como el borracho de aquel viejo chiste, que habiendo perdido las llaves de su casa en un callejón oscuro corrió a buscarlas bajo una farola que había al doblar la esquina y por la sencilla razón de que allí, como luego dijo, había más luz. Pero más ilumina la oscuridad de la noche que la mejor farola cuando las llaves no están bajo la farola.

Estamos borrachos de falsas verdades.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Tengo derecho a estar triste

¿Tan difícil es de entender?, la tristeza forma parte de la vida. A veces luce el sol, otras llueve y ambas cosas forman parte de la vida. La vida no es un valle de lagrimas, pero tampoco es una senda de risas, me gusta el viejo dicho cristiano que reza “de todo hay en la viña del Señor”; el viejo ruego pagano, si es que es pagano, ese pedir a los dioses, “que mi medida este bien colmada; el anhelo de aquel poeta que deseaba poder reír con todas sus risas pero también poder llorar con todas sus lagrimas.

Yo no soy budista, no sirvo para ser budista; no soy cristiana, no sirvo para ser cristiana. Soy pagana o eso me parece ser. No sirvo para huir de la vida buscando refugio de ella fuera de ella.

Para mí la vida es un campo de batalla, en el que me encuentro y lucho por aquello que amo y en el que a mi lado se encuentran fuerzas que me son aliadas y la vida me pone, y fuerzas que se me oponen y también es la vida la que me las pone a mi lado. Y, a veces gano, y a veces pierdo. Y, celebro mis victorias y lloro mis derrotas.

Por estas fechas, acercándose ya el 25 de diciembre a pasos agigantados, siempre me pongo triste. Es la época del año en que hago examen de mis derrotas de ese año y más me pesan las de otros años, centro mis días en ver donde y en que he de rendirme, donde y en que he de seguir luchando y donde y en que he de iniciar nuevas luchas. Y, me duele cada una de esas rendiciones, sí, pero aquel que no se sabe rendir a tiempo, cuando lo que toca es rendirse, no conserva sus fuerzas, las agota en un batallar inútil que ya tiene más que ver con la ceguera que con el deseo de vencer y una vez perdidas esas fuerzas ya no las tiene para continuar otras luchas o iniciar otras nuevas en las que quizá si sus fuerzas son suficientes, si su destreza está a la altura, si su perspectiva es correcta o no demasiado errada y a poco que la vida le ayude más que le obstaculice, bueno, en fin, que quizá en ellas si pueda vencer, pero necesite para ello esas fuerzas que no se deben usar a la ligera, malgastar en actos y actitudes que puedan parecer, quizá, heroicas pero yo no busco ser heroína en nada ni de nada, lo que busco es el mayor numero posible de victorias en aquello que amo y sufrir en menor numero posible de derrotas; lo de pasar o no por héroes se lo dejo a otros. Pero no solo me entristecen mis derrotas.

Yo no lucho por capricho. Lucho por lo que amo. Lucho cuando lo que amo es aplastado por la vida o lo que hay en la vida. Y ver aplastado lo que amo me hace llorar, por eso cuando lucho lloro. Y en estas fechas, como todos los años por ellas, yo veo mucho, pero muchísimo, de lo que amo aplastado por botas sucias y estúpidas y entonces claro que me pongo triste y claro que incluso lloro.

No todos mis amores son iguales, los hay de un tipo, de otros, más grandes o no tan grandes y los hay hasta más bien pequeños; tampoco todos esos aplastamientos que sufren son iguales, los hay que son aun peores y mayores que otros. No todos los pisotones me duelen igual.

Me duele Alepo y todas las mentiras que los unos, los otros y los demás allá nos cuentan para que sigan siendo lo que hoy es. Me duele un niño llamado Aylan, muerto ahogado, y todos esos europeos que ante esa muerte se lavan las manos como dicen que hizo un tal Pilatos en su día, incapaces de dar asilo a aquellos que huyen de esas salvajadas, sean en esa ciudad o en cualquier otra parte del mundo; me duele la anciana muerta en el incendio de su casa por no poder pagar la luz y verse obligada a usar la vela encendida que prendió el fuego, en un país en el que nadie tenia la necesidad de dejarla sin luz. Me duele una hermana, una amiga, cuyo nombre quizá jamás llegare a saber, ni su rostro conocer, asesinada por su propia gente cuando la consideraron merecedora de ello por casarse con un hombre de otra religión, ya hace unos años que la mataron, es verdad, pero es que aun de vez en cuando me cruzo con gente que prefiere sonreír a sus asesinos, darles la mano y llevarse bien con ellos que decirles lo que les diría cualquier persona decente. Me duele que nos guste a los humanos tanto, pero tanto, vivir en la propia estupidez, ya que todas esas muertes nacen de esa estupidez, no de otra cosa. De la vana estupidez humana. La estupidez las causa, la estupidez las permite y si pensáis que es otra cosa, el ego por ejemplo, es que aun no os habéis parado a mirar,
que tras eso que llaman algunos ego se esconde la estupidez enmascarada tras él y moviendo los hilos cual si no fuera otra cosa el ego ese que una marioneta.

No, el problema no es el ego, hay egos sanos que para nada necesitan hacer daño estúpido.

El problema es la estupidez, eso y que la vida incluso aunque no deja de ser un jardín de rosas sus rosas tienen espinas y a veces nos pinchamos, cosa de la que doy fe pues para colmo ando yo estos días muy pinchada.

Por eso estoy triste. Pero a ver ahora como les digo yo, a la gente que me aprecia y me lo notan, que no pasa nada, que es solo una fase que necesito atravesar como se debe atravesar el invierno para alcanzar la primavera y llegar al verano. Que necesito que me dejen estar triste en paz, en lugar de acosarme con sus argumentos falaces sobre como dejar de estar triste (¡qué ni que fuera una enfermedad!) y paren ya de intentar someterme a chantajes emocionales para tratar, sin que les vaya a funcionar, de obligarme a ponerme alegre o cuando menos pues menos triste.