Es una noche rara esa en
la que ella y yo coincidimos y terminamos por hacernos mutuas
confesiones.
En un momento dado, ya
cerca del final, ella me dice que es “animal de manada”, que
siempre a donde quiera que ella va trata de encontrar allí una
manada en la que integrarse. A mi vez le confieso que también yo soy
animal de manada, pero que al contrario que ella jamás he encontrado
a mi manada y que a estas alturas de mi vida ya no cuento que algún
la encuentre. En sociedad siempre me siento como pulpo en un garaje.
Que sienta aprecio, y muy fuerte, por la humanidad no me impide
sentirme como E.T., perdida y atrapada en ella.
Puede que todo ello sea
consecuencia de lo ocurrido en mi infancia. En la infancia la cultura
en la que vivimos nos dice lo que debemos creer sobre lo que somos,
lo que son los demás, lo que es el mundo, lo que es la vida, lo que
se debe pensar y como, sentir y como, y hasta lo que se debe hacer y
como. Que es lo que debemos desear, soñar, buscar.
Pero para que eso
funcione hace falta fe. Fe del niño en los padres, en los profesores
y/o en los sacerdotes. Y, mi fe, cuando la tuve me duro bien poco. En
padres y maestros pronto la vida me la rompió y en los sacerdotes ya
ni llegue a tener tal cosa.
Pero todos necesitamos
una cultura, y del mismo modo que niños solitarios generan un amigo
imaginario con el que jugar yo genere toda una cultura imaginaria
para vivir, una sociedad imaginaria a la que pudiera comprender y
respectar y hasta una familia imaginaria en la que sentirme arropada.
Por eso las palabras de
mis padres, de mis profesores, la de los sacerdotes me arañaban la
piel pero no me calaban hasta el tuétano de mis huesos como sí
calaron a los hijos de mis vecinos. No existe ningún lugar del
planeta Tierra donde esa cultura mía exista, salvo bajo la planta de
mis pies.
Por todo ello mi forma de
sentir, ver, pensar y obrar estoy condenada a que la viva en
solitario. A vivir entre gente que no tiene forma de entenderme.
Decía Aristóteles,
un viejo filósofo que los seres humanos somos por naturaleza
sociales y que por lo tanto un ser humano que no necesite a la
sociedad es en realidad o bien un monstruo o bien un dios, y yo no
soy ninguna de las dos cosas, ni soy un monstruo ni soy un dios. Pero
por mucho que ame, que lo hago, a la humanidad yo humana no me
siento. No sé lo que soy, pero eso no. Al fin y al cabo lo que me
ocurrió en mi infancia le ocurrió, de un modo u otro, a todo el
mundo en la suya, pero a ellos, a todos vosotros, eso no os hizo
perder la fe, ni en vuestros padres, ni en vuestros profesores, ni en
vuestros sacerdotes. Jamás entenderé que no la perdierais, como
vosotros, imagino, nunca comprenderéis que yo la perdiera y lo que
es aun más importante que me alegre que la haya perdido aunque tenga
que vivir sin manada por mucho que la eche de menos y es que solo de
esta forma soy lo que realmente soy. En realidad la soledad no es tan
terrible una vez aprendes a vivir en ella. En cierto modo solo en la
soledad somos realmente libres, pero esto es asunto ya para tratar en
otra ocasión y si es que esa ocasión llega.
En fin, que soy animal de
manada, que no de rebaño,
pero mi manada no existe. Quizá, puede ser, exista en otro
espacio, en otro tiempo, pero, seguro, no en el mundo que habito. La
humanidad de la que tanta necesidad siento aquí no la hay. Dicen
viejos sabios chinos que quien pretende mejorar el mundo lo empeora,
eso incluye a la humanidad, la humanidad es una especie animal y es
la naturaleza la que la ha hecho ser lo que y como es. Buscar una
humanidad diferente es perseguir un imposible. Yo no la puedo
cambiar, ni debo, ni quiero, pues también ella tal y como es tiene
derecho a existir. Es solo que sigo echando de menos a mi gente, anda
muy hambrienta de ellos y pese a ello vivo ya sin esperanza alguna
de satisfacer jamás esa hambre mía. Por ello vivo una vida que se
puede resumir toda ella en una sola palabra. Soledad.
No pasa nada, simplemente
ocurre que esto es lo que hay.