domingo, 31 de marzo de 2019

Somos animales sociales

Es una noche rara esa en la que ella y yo coincidimos y terminamos por hacernos mutuas confesiones.

En un momento dado, ya cerca del final, ella me dice que es “animal de manada”, que siempre a donde quiera que ella va trata de encontrar allí una manada en la que integrarse. A mi vez le confieso que también yo soy animal de manada, pero que al contrario que ella jamás he encontrado a mi manada y que a estas alturas de mi vida ya no cuento que algún la encuentre. En sociedad siempre me siento como pulpo en un garaje. Que sienta aprecio, y muy fuerte, por la humanidad no me impide sentirme como E.T., perdida y atrapada en ella.

Puede que todo ello sea consecuencia de lo ocurrido en mi infancia. En la infancia la cultura en la que vivimos nos dice lo que debemos creer sobre lo que somos, lo que son los demás, lo que es el mundo, lo que es la vida, lo que se debe pensar y como, sentir y como, y hasta lo que se debe hacer y como. Que es lo que debemos desear, soñar, buscar.

Pero para que eso funcione hace falta fe. Fe del niño en los padres, en los profesores y/o en los sacerdotes. Y, mi fe, cuando la tuve me duro bien poco. En padres y maestros pronto la vida me la rompió y en los sacerdotes ya ni llegue a tener tal cosa.

Pero todos necesitamos una cultura, y del mismo modo que niños solitarios generan un amigo imaginario con el que jugar yo genere toda una cultura imaginaria para vivir, una sociedad imaginaria a la que pudiera comprender y respectar y hasta una familia imaginaria en la que sentirme arropada.

Por eso las palabras de mis padres, de mis profesores, la de los sacerdotes me arañaban la piel pero no me calaban hasta el tuétano de mis huesos como sí calaron a los hijos de mis vecinos. No existe ningún lugar del planeta Tierra donde esa cultura mía exista, salvo bajo la planta de mis pies.

Por todo ello mi forma de sentir, ver, pensar y obrar estoy condenada a que la viva en solitario. A vivir entre gente que no tiene forma de entenderme.

Decía Aristóteles, un viejo filósofo que los seres humanos somos por naturaleza sociales y que por lo tanto un ser humano que no necesite a la sociedad es en realidad o bien un monstruo o bien un dios, y yo no soy ninguna de las dos cosas, ni soy un monstruo ni soy un dios. Pero por mucho que ame, que lo hago, a la humanidad yo humana no me siento. No sé lo que soy, pero eso no. Al fin y al cabo lo que me ocurrió en mi infancia le ocurrió, de un modo u otro, a todo el mundo en la suya, pero a ellos, a todos vosotros, eso no os hizo perder la fe, ni en vuestros padres, ni en vuestros profesores, ni en vuestros sacerdotes. Jamás entenderé que no la perdierais, como vosotros, imagino, nunca comprenderéis que yo la perdiera y lo que es aun más importante que me alegre que la haya perdido aunque tenga que vivir sin manada por mucho que la eche de menos y es que solo de esta forma soy lo que realmente soy. En realidad la soledad no es tan terrible una vez aprendes a vivir en ella. En cierto modo solo en la soledad somos realmente libres, pero esto es asunto ya para tratar en otra ocasión y si es que esa ocasión llega.



En fin, que soy animal de manada, que no de rebaño, pero mi manada no existe. Quizá, puede ser, exista en otro espacio, en otro tiempo, pero, seguro, no en el mundo que habito. La humanidad de la que tanta necesidad siento aquí no la hay. Dicen viejos sabios chinos que quien pretende mejorar el mundo lo empeora, eso incluye a la humanidad, la humanidad es una especie animal y es la naturaleza la que la ha hecho ser lo que y como es. Buscar una humanidad diferente es perseguir un imposible. Yo no la puedo cambiar, ni debo, ni quiero, pues también ella tal y como es tiene derecho a existir. Es solo que sigo echando de menos a mi gente, anda muy hambrienta de ellos y pese a ello vivo ya sin esperanza alguna de satisfacer jamás esa hambre mía. Por ello vivo una vida que se puede resumir toda ella en una sola palabra. Soledad.

No pasa nada, simplemente ocurre que esto es lo que hay.