sábado, 14 de noviembre de 2015

Vestir el negro (primera parte)

Es ley de vida que todo lo que tiene un comienzo tenga también un final. Pero en aquellos años yo no pensaba en eso. Me limitaba a disfrutarlos y sobre todo a nutrirme de ellos.

Al comienzo del segundo año de conocer a Débora mi padre, que no fumaba, decidió salir a por tabaco y jamás hemos vuelto a saber de él. Eso cambio muchas cosas, deje de entrar con miedo en casa y desapareció el despilfarro del poco dinero que mi madre ganaba. Me auto-convencí que me gustaba el hermano de Débora, lo que no provoco pocas risas entre ella y yo. Fue su familia la que me enseño a reír y fue su familia la que me enseño que existe algo llamado respecto y que el primer paso para sentir respecto por los demás es sentir primero respecto por una misma. Y, que sin ese respecto no se es nada. Y, lo aprendí, me lo enseñaron, con hechos, no con palabras.

El respecto no son modales, maneras, siempre fáciles de fingir. El respecto es un sentimiento que nace y florece dentro. Puede manifestarse, simularse, traslucirse, ocultarse y tratar de todo ello, igual que cualquier otro sentimiento. Nace de saber ver. Saber ver a los demás y a una misma. Tratar de comprender, saber valorar. Saber aceptar los propios limites para poder aceptar los de los demás y comprender la grandeza que anida entre esos limites.

Adopte como padre adoptivo al padre de mi amiga y nunca se lo confesé a nadie, ni a ella siquiera, pero realmente lo llegue a sentir como tal.

Y sucedió un mediodía que ese par de años llego a su final. Un borracho, una curva, dos coches. No hizo falta más. Sobrevivió el borracho pero no David.

Esa fue la primera vez que vestí el negro.

Yo quería correr hasta la casa de mi amiga, pero mi madre parecía medio desorientada, padecía de la gratitud de los pobres, esa que te hace sentir que des lo que des a quien te ayuda nunca les das todo lo que merecen y no me dejo correr, ni salir, hasta que me dio vestido de negro, pues pensaba ella que al menos a la abuela, a la madre de David, eso le podía ayudar.

Y, corrí, claro que corrí.



La abuela, al principio, no estaba en condiciones de prestarme ninguna atención, es probable que ni me viera. Débora no estaba mucho mejor. En el último año, desde que mi padre se fue, yo había comido allí casi cada sábado y luego también los domingos, lo que había sido una ayuda importante para mi madre, pero esa fue la primera noche que pase en la casa, también la última. Mi madre me dejo con mi amiga. La abuela, que sí era creyente, le dio un papel al nieto, con lo que me pareció un rezo en un idioma que estoy segura que ni el nieto entendía, luego se lo llevo a parte y hablo con él. Cuando regresaron el lo leyó y parecía entenderlo. No sé que fue exactamente, pero cambio aquello el aire de la casa. El dolor seguía allí, pero era ahora uno más en la casa y ya no su dueño, era la familia de nuevo dueña de aquellas paredes, de aquel techo, del suelo que pisábamos. Entonces la abuela me vio, miro a su nieta y nos pregunto si habíamos comido. Ni comido, ni cenado. Nos hizo cenar.

Al día siguiente volvimos a rezar. Vi meter el féretro en el coche fúnebre, salir el taxi tras él, con abuela, madre e hijos. Volvían al lugar del que dos años atrás habían llegado, para enterrar al padre. Yo me quede allí, ante la casa cerrada, a la que no he vuelto a entrar

Poco más o menos un mes después recomenzaron las clases y supe por mi madre que la hermana y el cuñado de David habían venido y se habían llevado con ellos todo lo empaquetable de la casa. No preguntaron por mí. Puede que ni supieran de mi existencia.

Jamás me llegaron cartas de mi amiga, da igual que las esperara. Volvía en vano del instituto con la esperanza de encontrar algo en el buzón, hasta los domingos lo miraba pese a saber que no había correo los domingos. Y, aun hoy conservo las cartas que entonces le escribí pues aun ahora sigo sin una dirección que poner en el sobre.

Pero me queda el sabor de aquellos días, las risas y voces y miradas.

Me refugie en el negro. No por luto, que nada necesitaba yo para simbolizar mi dolor. Pero era el negro el color que simbolizaba que había sido una vez una más o como una más en aquella casa. Y, sentía que eso se me escapaba, que la distancia y el tiempo me lo difuminaba cual si fuera niebla mañanera bajo el sol del mediodía. Y, el negro se mostró capaz de ser a la vez escudo, abrigo y hasta estandarte en mi vida.

Y, para pasar menos frio y no perder coraje, que no fue otro el motivo, comencé a preferir las prendas negras o cuanto más oscuras mejor.

Unos años después, una canción me mostró otro motivo para vestir el negro, y ya no sé a día de hoy cual de los dos me influye más, pero esa ya es otra historia.



viernes, 6 de noviembre de 2015

La niña sin cómics

Llueve y llueve y llueve. Nadie en las mesas, nadie en la barra y no me sorprende. Y, aprovecho.

Es entonces cuando entra el Ingles y me pilla enfrascada en Internet. Le veo y ve que le veo, sé que no tiene prisa, le dejo acercarse. Sigo enfrascada. Contemplo recuerdos que se han despertado.

Llega a mi lado, espera, nada dice, nada digo y termino dejando el ordenador. Me giro para preparar un café, sé que me lo va pedir. Antes giro el ordenador, quizá a modo de disculpa, invitándolo a ver lo que yo estaba viendo.

Me pregunta si es él quien me lo hizo. Pasa un fugaz instante y comprendo entonces a que se refiere. En la pantalla del ordenador hay un dibujo, de un personaje de cómic. Y, él lo ha confundido con un retrato mio que un conocido se ofreció hacerme para el blog. No es ese retrato. Es Death, un personaje que aparece en una colección de cómics de la editorial DC Comics, dentro de la colección de Sandman y al que encontré curioseando sobre el mundillo gótico , para crear ese personaje se inspiraron en una chica real, conocida por uno de los autores del cómic. Dicen que cada uno de nosotros tiene al menos un doble, esa chica y yo lo debemos ser y eso hace que tenga otro, por ella, en forma de cómic, si se le quita el anhk que lleva al cuello y el tatuaje bien parece Death el retrato prometido.


Pero ese no era el momento oportuno para hablar de lo que realmente estaba yo mirando mientras mis ojos se clavaban en el personaje de ficción. Pues aun seguía inmersa en el recuerdo que la imagen despertó. En el recuerdo de Débora y de lo que ella y su familia significaron en mi vida.

Cuando una familia necesita acudir a Caritas para llegar a fin de mes no se puede esperar que por la mano de una niña pasen muchos cómics. Eso no significa que no le gusten. Cuando, a poco de comenzar, aquel curso se puso de moda intercambiarse cómics durante el recreo yo no tenía cómics que intercambiar. Por no tener no tenia ni uno. Pero una mañana me acerque a la que más tenía y le pedí que me dejara uno, me pregunto entonces cual le dejaba yo en su lugar y dada mi respuesta me volví a mi rincón del patio sin cómic alguno. Ese rincón del patio era mio y yo era suya. Me sentaba allí y veía como la vida, a un paso de mi, jugaba y reía. Pero ese día no fui capaz de permanecer sentada en él. Me levante, entre en la biblioteca y saque un libro de cuentos que ya me había leído dos o tres veces, pero es que tampoco había mucho más donde elegir. Al llegar con el cuento al rincón me esperaba la compañera del “montonazo” de cómics con uno en la mano y una sonrisa, sé lo había pensado mejor. Lo acepte con vergüenza, lo leí con vergüenza y con vergüenza lo devolví.

A la mañana siguiente no me atreví a pedir a nadie un cómic. Pero no me faltaron cómics, al poco de sentarme llego Débora con tres cómics y los empezamos a leer. Nunca se lo dije pues por aquel entonces no parecía necesario ni venir a cuento pero yo admiraba aquel color miel de su pelo pero sobre todo la admiraba a ella pues pese a ser aquel mi colegio de toda la vida yo seguía siendo la “rara” mientras que ella, que había llegado con su familia al pueblo una semana tarde para iniciar el curso, ya estaba desde el tercer día totalmente integrada con las demás.


Ignoro que fue lo que la llevo a elegirme como amiga, nunca por entonces sentí la necesidad de hacer la pregunta. Pero la amistad que se formo aquel día hizo que los dos años siguientes fueran los mejores de mi vida.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Podéis creerme

Esta historia que aquí os voy a relatar bien me la podéis creer, ya que es toda ella enteramente verídica, bien puedo dar fe de ello, ya que no fue a otra si no a mí misma a quién tal suceso aconteció.

Hallándome yo en esa edad en la que ya no eres una niña pero aun tampoco una mujer, me ocurrió una noche, tras ponerme el pijama, y hundirme entre las sabanas, que el sueño que hasta ellas lleve pronto me abrazo y haciéndome olvidar el mundo en el sueño me submergi.

Más bien pronto, al no ser el sueño aun lo suficientemente profundo, note que alguien o algo se había sentado en el borde mismo de mi cama. No estando yo entonces, ni ahora, acostumbrada a tales cosas eso me despertó y pude, pese a la extrema oscuridad, y quizá precisamente por ella, ver con total claridad, que allí, sentado, con total serenidad y naturalidad no estaba nadie salvo el mismísimo diablo.

Le reconocí en seguida, al primer golpe de vista. Era tal y cual me lo habían descrito, no hacía muchos años, unas monjitas. De su frente sobresalían un par de cuernos mal afilados, su descuidada barba de chivo parecía querer alcanzarle el pecho, y tenia un extenso bello, quizá todo el púbico, que le alcanzaba desde la cintura hasta la raíz misma de los tobillos, tobillos que le nacían de unas pezuñas que si de cabra o de buey ya no sé, pero, con las cuales parecía sentirse enteramente cómodo. Su rabo, era inquieto y travieso y parecía ser cuando menos dudoso el control que ejercía sobre él ya que el dicho rabo, enhiesto, subía por su espalda y con su punta en forma de punta de saeta se rascaba la oreja, primero una, luego la otra y vuelta a empezar.

Con los ojos como platos y la boca igual de abierta, que así me los dejo la sorpresa, yo ni acertaba a decir nada, ni sentía necesidad de tal. Todas mis energías, en aquel momento, invertidas las tenia en tratar de comprender, ver, mirar y remirar el prodigio que se hallaba ante mis ojos. Fue él, pues, quién inicio la conversación.

Me dijo, con amables palabras, y mejor tono, que llevaba ya, él, mucho tiempo observando mis pasos por la vida. Y, que no estando yo ya en la infancia si no camino de mi madurez, vio que era ya hora de hacerme una oferta que de tan buena que era, a buen seguro, yo no podría rechazar.

Que tal y como yo seguro ya había descubierto la vida era un continuo toma y daca, un permanente yo te rasco hoy la espalda y tú me la rascas mañana, un dar para tomar y un sembrar para cosechar.
Es decir que la vida es puro negocio y acuerdo y que dado que ya estaba yo enterada de ello seguro que haríamos, él y yo, un esplendido negocio esa misma noche, plenamente satisfactorio para ambas partes.



Lo que el quería seguro ya os lo imagináis, mi alma y lo que me ofrecía a cambio, me dijo, era oro y plata y me mostró, no sé con que artificio tal cantidad de oro y de esa plata que no habría modo alguno de que cupiera en la tierra entera, pero de caber, por su propio peso, la hundiría hasta su mismísimo centro.

Pero dijo que eso no era todo, que junto al oro y la plata, me ofrecía reinos mil, otros tanto caseríos y regalías más, coronas, palios y hasta mitras. Y, hasta el yate de no me acuerdo que magnate.

Pero que esa oferta, ya de por si descomunal, la mejoraba añadiéndole ahora el darme todo el nombre y renombre, que yo pudiera anhelar y aun más, en el reino de los vivos.

Guardo silencio entonces, y yo permanecí boquiabierta y muda, cada vez más sorprendida.
Continuo en el silencio, el diablo, continuo mirándome y yo termine por comprender que estaba esperando una respuesta. Entonces recordé que la boca la tengo para algo más que dejar que la estupefacción me la abra y hable.

Con buenas palabras y con buen tono, como fueron las suyas, le dije que su plata y su oro se lo podía guardar, prestar o regalar o vender a quién él quisiera. Que no me interesaba. Que los reinos, caseríos y regalías, sus coronas y oropeles, todos, seguro que no le faltaría quién se los ansiara, pero que no era mi caso. Que nombre propio yo ya tenia desde el día en que a poco de nacer, mis padres indecisos, habían metido una docena de nombres en una ensaladera y tras marear un buen rato esas bolitas de papel la mano inocente de mi madre saco de ella el nombre que la vida, el azar o el cosmos, lo que fuera quiso darme y que a esas alturas de mi vida el nombre y yo ya nos habíamos tomado mutuo cariño por lo que no tenía intención alguna de cambiarlo y que en cuanto al renombre mejor no, no fuera a ser cierto lo que decía mi abuelo, aquello de que el clavo que más destaca es el que más martillazos se lleva. Pero...

Le admití que había algo que el poseía y yo ansiaba. Pero que por desgracia no estaba en su oferta ni yo tenía esperanza alguna de que me lo ofreciera.

Era ahora el diablo el que tenia la boca abierta y sus ojos, hundidos en sus cuentas, como platos, pero eso no detuvo su lengua, pregunto, quiso saber, que era eso que el poseía y con la cual podría comprarme. Y, entre repentinos sollozos míos, en los que rompió mi fuerte anhelo y mayor desesperanza, le dije que bien sabía yo que de todas las criaturas era él el único que conocía todos los secretos de la creación, y que lo que yo anhelaba era uno de ellos. El secreto que me permitiera dominarlo, esclavizarlo, castrarlo para tratarlo cual buey que se puede unir a un arado y con ese arado surtir de trigo al mundo.

Y, a través del velo de mis lagrimas vi como perdía el diablo su mascara de hábil negociante y en su lugar aparecía un rostro, su rostro. El de una pobre, misera y desgraciada criatura cuya única esperanza en la existencia es que fuera cierto aquello de “mal de muchos consuelo de tontos” y no pudiera por ello parar de buscar la desgracia ajena, la mía incluida.

Y en fugaz instante huyo entonces de mi presencia, el diablo, a través de las paredes, muros y esquinares de la oscuridad misma que habitaba entonces en aquella habitación. Y, desde entonces no he vuelto a saber de él.


...Pero aquellas lagrimas, las lagrimas de aquella noche, esas lagrimas tampoco las he olvidado. Son las mismas lagrimas que lloro cada noche.