jueves, 26 de mayo de 2016

El amor no basta

Llega y no me dice nada, su poca locuacidad no existe conmigo, por eso sé que algo pasa. Toma un periódico, se sienta, espero y le termino sirviendo un café, y vuelvo a esperar y sigo esperando y continuo esperando y nada, ni una mirada, ni una sonrisa, ni una palabra. Se levanta por fin, se acerca, deja el periódico en su sitio, no me mira, busca en sus bolsillos y es entonces cuando le pregunto que pasa. Y, en efecto algo pasa.

Viniendo para el pueblo, camino del coche, se cruzo con ella. Esa ella es una muchacha a la que conoció un poco en un hospital en el que trabajaba él, la chica llego allí por un accidente de trafico.
Los médicos hablan con los padres, la operación es complicada, mucho y de ella depende que la muchacha pueda o no volver a caminar. Por suerte, les cuentan, hace poco que ha vuelto un joven cirujano de especializarse en el extranjero de una novedosa técnica para realizar esa operación, técnica que multiplica y por mucho las posibilidades de éxito en la operación.

Pero los padres que dicen estar bien informados, muy bien informados, saber que el mejor cirujano allí era el que era, un hombre ya de largos años de oficio y merecido renombre y no un jovenzuelo que no parecía tener muchos más años que su propia hija, que bajo ningún concepto estaban ellos dispuestos a permitir que el cirujano que la operara no fuera el mejor, más tratándose de algo tan delicado.

Llaman entonces al cirujano en cuestión, que les escucha y les dice lo mismo. Que él esta ya, les dice, a punto de jubilarse, que ha salido una técnica nueva, mucho mejor que la que el conoce, que dado que se jubila y que había un cirujano joven muy prometedor se envió a ese a estudiarla y practicarla hasta dominar la susodicha técnica nueva, que ahora el podrá enseñar a otros aquí, pero que de momento es el joven, aun él único que la conoce bien y que de hecho el anciano pese a todo su renombre, dado que aun no conoce la nueva y quizá ni le de tiempo a aprenderla antes de la jubilación, si operara a la hija la tendría que operar con una técnica ya vieja y mucho menos segura.

Pero los padres siguen empeñados en que sea él y no el joven quien la opere. Dicen que allí, en el mismo hospital trabaja una tía de la chica como enfermera y que saben por ella que el mejor es el anciano.

Llaman entonces a la tía y a ella lo mismo que han contado le vuelven a contar los médicos. Y la tía recomienda entonces a los padres que la opere el joven, los padres la escuchan escandalizados por lo que consideran traición por parte de la tía. Y, se niegan y vuelven a negarse y siguen negándose a permitir que nadie salvo el que consideran mejor opere a la chica. Los médicos al final desesperan y la opera el anciano.

Quizá pudo salir bien, quizá de haber operado el joven también saliera mal. Pero de haber sido el joven las posibilidades de haber salido bien habrían sido muco mayores.

Puede que la historia que acabo de contar sea falsa o no, quizá es mi modo de relatar como unos padres, bien intencionados, le niegan una vacuna a un hijo, pensando que es un mal la vacuna, y no mucho después el hijo muere por la misma enfermedad que la vacuna le habría evitado y toda España se entera, no hace muchos meses de ello. O puede que no sea eso, que sea simplemente esa la forma en que prefiero relatar algo que he visto ocurrir más de un par de veces en mi propio entorno. Que se equivoca y tremendamente todo aquel que diga que lo que hagas por amor bien hecho está. Al fin y al cabo y como decía mi abuelo de buenas intenciones esta asfaltado el camino al infierno.

Y, es que...
No basta con abrir el corazón, hay que saber abrir los ojos.

jueves, 19 de mayo de 2016

Acerca de perspectivas, misterio y realidad

Hay un cuento, pienso que de origen sufí, que relata una historia que como todas las de ese origen es verdadera y además ocurre unas mil veces y aun más cada día y en la cual solemos vernos involucrados los humanos.

Dice la historia que en cierta ocasión un rey envió como regalo un elefante a su vecino el rey de los ciegos. El rey de los ciegos quiso saber que clase de animal era ese que su vecino le había regalado y envió entonces a sus ministros a palpar el animal para que le dijeran lo que el animal era.



Los ciegos ministros palparon y el que palpo una pierna declaro que era el animal como una columna, pero no de piedra o madera si no de cálida piel; otro, el que palpo la trompa afirmo que de eso nada, que el animal era como una serpiente grande y gorda. Más él que palpo una de las orejas los desmintió a los dos ya que noto que el animal era como una bandeja, aunque no de plata si no de carne. Hubo otro que fue el tronco del animal lo que palpo y por ello dijo que en realidad el elefante era como un gran muro, uno pared, de carne y hasta hubo uno que palpando la cola hizo saber al rey que el elefante en realidad era, como había dicho el segundo en hablar, una especie de serpiente, pero no gorda y larga si no más bien corta y de un grosor no mayor que su dedo gordo del pie derecho.

Esa historia tiene diferentes lecturas según la perspectiva desde la que se la lea, pero la que me interesa aquí es la de que la realidad es tan compleja y la vez simple que nos comportamos ante ella como esos ciegos, palpamos algún aspecto de ella y con frecuencia confundimos ese aspecto con la realidad misma. Todo tiene como mínimo su envés, nada es en esencia tal faceta suya y no las otras, somos, la realidad es, un todo.

Por eso colecciono perspectivas, las atesoro y nunca me canso de sumar más. Cada una de ellas me acerca un poco más a entender la realidad, aunque no hay ninguna suma de ellas que me pueda resolver el misterio. No del todo al menos, pues siempre quedan otras facetas por descubrir y a veces entre en las ya atesoradas descubro una equivocada, la de alguien que palpando por despiste los bigotes del rey creyó estar palpando al elefante.

En fin, el caso es que cada vez que encuentro alguien que pienso que me puedo ofrecer una perspectiva nueva, y correcta, monto una fiesta tal, para celebrar tal fortuna, que me puede durar una semana entera o más.

miércoles, 11 de mayo de 2016

La muerte me enseña a amar

Dado que nací todo me indica que algún día, más pronto que tarde, moriré. Mi muerte y yo somos viejas compañeras de camino, que aun no nos hemos encontrado frente a frente, no del todo al menos, pero que el propio camino terminara haciendo que nos encontremos y me abrace ella y yo a ella. Tanto tiempo nos llevamos observando la una a la otra que hay ya una larga lista de cosas que he aprendido de ella y gracias a ella.



He aprendido a amar mejor, y a no confundir ese verbo con otros.

Recuerdo un consejo que daba un psicólogo, para ayudar a que los matrimonios no se terminen rompiendo. Aconsejaba a cada miembro de la pareja recordar, siempre, que el otro se puede ir y de esa forma se le puede perder. Eso se supone, y lo creo, que dado que queremos a la otra persona, y por ello, no la deseamos perder, ese nos motiva para dar a dicha persona todos los motivos que podamos para que no nos deje y ninguno para que nos deje. Me parece un sabio consejo, seguro que suele funcionar. Pero es un consejo basado en el querer, no en el amar.

La muerte me enseño uno mejor, uno para los que aman o están dispuestos, al menos, a llegar a amar. “Recuerda que algún día morirá”. Al hacer eso recuerdo que en efecto algún día se va ir, no solo de mi lado, si no de la vida misma, que sus días, sus horas, se habrán terminado. Entonces todos los velos con los que mi propia vida envuelve a esa persona se me van, ya no es la persona que me aporta esto o lo otro, de la que espero, pretendo, quiero, busco, esto o lo otro. Se convierte ante mis ojos simplemente en ella, con todo lo que eso implica, su piel no es ya la piel que yo amo, si no esa piel real, la suya, que suda y es capaz de pasar frío, que la envuelve y protege pero puede a su vez ser dañada, que contiene un universo entero que la trasciende, es esa persona, ella, que vive su propia vida, desde su propio ser y con todo lo que ello implica. Un milagro en si mismo. Pero un milagro que algún día, quizá pronto, quizá ahora mismo morirá y ya no estará a mi alcance, no a menos al alcance de mis propias particularidades y peculiaridades. Ya no le podre dirigir la palabra, ni la vista, ni ofrecerle la mano. Ya no la podré ayudar más, ni herir, ni tantas otros cosas...

… Y, es entonces cuando se convierte en sagrado cada instante en el que aun sí puedo dirigir a ella mis palabras, miradas y tiene mi mano forma de dar con la suya. Y, eso, al recordar todo eso, hace que todo lo que yo quiero, anhelo, espero, deseo, busco, para mi pierda peso y lo gane todo lo que ella quiere, anhela, espera, desea y busque. Entonces si estaba enfadada con ella, eso hace que el enfado se diluya; si quemaba puentes entre ella y yo, eso hace que los busque reconstruir. Pero no por un miedo egoísta a que me deje, por miedo a que venga ya la muerte y se la lleve y ya no la pueda volver a abrazar, no por miedo a quedarme sin sus abrazos, que lo tengo, si no por miedo a que se quede ella sin los míos, no por miedo a quedarme yo sin sus palabras, que lo tengo, si no por miedo a que se quede ella sin las mías, no por miedo a quedarme sin sus miradas, que lo tengo, si no por miedo a que se quede ella sin las míos, y temo entonces que mis palabras, mis abrazos y miradas no le aporten a ella lo que pueden y por ello me las miro y remiro buscando hacer de ellas que sean lo que ella necesita, del modo en que lo necesita.

A eso me enseña la muerte a amar mejor. Y, otras cosas me enseña que hoy me voy callar, pero de todas es esa la que más valoro.

domingo, 1 de mayo de 2016

Hablando sobre la muerte

Temo que nos hemos pasado. Él y yo.

Fue una irresponsabilidad por nuestra parte continuar la conversación cuando nuestros interlocutores ya habían dado pruebas de no estar preparados para lo que contábamos.

Ya no soy capaz de recordar como comenzamos a hablar de la muerte. Pero resulta que ese es uno de mis temas favoritos y de hecho dos de los pocos comentarios que por el momento he dejado en algún que otro blog se debieron a eso. Para mí la muerte es muchas cosas, entre ellas una maestra. Me enseña a vivir mi vida, a no desperdiciarla y a ver las cosas con serenidad y perspectiva. Incluso me enseña a amar aun más y mejor a la gente que amo.

Pero cuando me encuentro, por ejemplo, ante un hombre de unos cincuenta años que me dice que no soportaría la muerte de su hermano pequeño si esta se presentara...

Que no la desee y le duela eso lo entiendo, por supuesto, pero que diga que no la soportaría eso me descoloca, no lo comprendo y menos cuando lo trata de explicar diciendo que es antinatural que un hermano entierre a un un hermano pequeño.

Ya no recuerdo que filósofo dijo una vez que las guerras son indeseables pues es antinatural que los padres entierren a los hijos. Eso lo puedo entender, aunque me parece una licencia meramente literaria, pura oratoria de masas, el llamar antinatural a lo indeseable. La guerra es indeseable, digo yo, por la sencilla razón de que es indeseable que se produzcan muertes por estúpidos caprichos de indeseables.

Pero que un hombre de unos cincuenta años llame antinatural a la muerte de un hermano solo por ser un puñado de años menor que el primero y ya haciendo una treintena de años que dejo la adolescencia atrás y no digamos ya la infancia....

 
Me parece profundamente inmaduro. Prueba de que estoy ante un niño y no un hombre. Ante alguien que ha tenido tiempo más que de sobra para hacer los deberes que la vida le pide al respecto, pero que aun así aun no los ha hecho.

Al ver eso debí parar y debí parar y debí parar, pero ni yo ni mi amigo lo hicimos y continuamos la conversación, sin percatarnos de que estábamos hablando a niños de cincuenta años.

La muerte de un ser querido impone en los seres humanos algo que en psicología se llama duelo. En la actualidad el duelo está siendo estudiado y se ve que es un proceso natural a través del cual pasa la persona para poder readaptar su vida a las nuevas circunstancias. Es doloroso, amargo, pero necesario. Y, es un proceso que atraviesa una serie de fases características de él.

El duelo es un trago amargo, pero inevitable si queremos estar adaptados a la vida. Pero hoy en día parece que le huimos, con lo cual poco bien puede hacernos. Nos empeñamos en vivir sin asumir la mortalidad, posponiendo aceptar ese hecho por lo desagradable que nos resulta y de ese modo cuando se presenta nos pilla sin la madurez necesaria para adaptarnos a ello. Ya no sabemos morir.

Por eso cuando la muerte llega nos golpea de un modo mucho más brutal, y es que hemos perdido nuestra capacidad para asumir nuestra condición de humanos.

Ese día debimos callar, necesitaban y mucho asumir nuestras palabras, aunque les dolieran, pues si bien oír las palabras y asumirlas hace daño a cambio aprovecha más que daña por ser el camino para prepararnos para lo que algún día llegara y más nos vale que nos pille fuertes y preparados. oír las palabras, cuando no se asumen, en cambio solo hace daño, producen el desgarro y no lo curan.

Debimos callar. Pero es que hasta ese día los habíamos visto como adultos, sus cincuenta años nos lo exige, y no supimos ver o si vimos pero no dimos asumido a tiempo que estábamos en realidad ante dos inmaduros.