viernes, 24 de agosto de 2018

Hablando de minifaldas y zapatillas

Sucedió el mismo día en que me la presentaron. Me pareció una mujer inteligente, culta, segura de sí misma y con un fuerte don de gentes. Me resultaba su presencia, en principio muy grata.

Estábamos hablando cuando entro una joven de unos 20 años o menos, con un vestido corto y ceñido, tan corto que cuando la vi sentarse sin que se le vieran las bragas lo considere todo un arte.
Me llamo la atención con ello, al igual que a todo el resto de la concurrencia. Note que al verla mi recién estrenada nueva conocida ponía mala cara, sentía rechazo y desagrado. Fue incapaz de no hacerme un comentario al respecto.

Esa no era forma de vestir, decía ella, era impresentable, intolerable y jamás una hija suya vestiría de ese modo. Que eso lo decidiría la hija y no ella, fue mi respuesta. Rauda reacciono a mis palabras , que de eso nada, dijo que si hacía falta..., que si hacía falta, pero leyó mi cara, si ya me estaban desagradando sus palabras al ver a lo que quería aludir mi cara se debió volver un libro abierto para ella, leyó que sabía lo que iba decir, que se aseguraría de que la hija tirara ese vestido a la basura aunque fuera convenciéndola a zapatillazos. Pero leyó lo que pensaba yo al respecto y no se atrevió a terminar la frase. Y de esa forma termino la que fue nuestra primera discusión.

Eso, la forma en que lo hizo aun más que lo que dijo, me dio muchísima información sobre mi nueva conocida. Pero también me hizo fijarme en la chica. Note que los jóvenes del pueblo, que la conocen desde niña, es lo que tiene los pueblos pequeños, eran conscientes, cosa inevitable, de la presencia del vestido, pero a ella la trataron como siempre, no pareció afectarles, en cambio a tres o cuatro que eran de fuera el vestido los atrajo como la miel a las moscas, ella los trato entonces con cortesía pero sin más. Por eso y por sus gestos y falta de otros y hasta forma de posicionar el cuerpo pero no otras formas, me di cuenta que los jóvenes de fuera del pueblo se equivocaban, ella no buscaba para nada sexo, y como parecían saber los del pueblo, no estaba abierta para nada a esa posibilidad. En realidad y pese a las apariencias superficiales ella no buscaba resultar atractiva a los hombres. Lo que buscaba era ella sentirse atractiva, que es algo bien distinto. No se había vestido de esa forma para ellos, se había vestido así para ella misma.

Me pareció comprender que todo venía a cuento de un ego necesitado, que era obvio que no lo tenia precisamente por las nubes, necesitado o bien de saber que podía o bien de alimentarse, fortalecerse, viendo, con hechos, que en efecto podía.

De ser hija mía confieso que lo que vi me habría preocupado, quizá innecesariamente, pero me habría hecho hablar con ella, pero no desde luego sobre el vestido.

Le habría preguntado como se sentía, que era lo que la hacia sentirse bien y que era lo que la hacia sentir mal. Le habría hablado de la diferencia entre el orgullo y la vanidad y que la vanidad es delirio nacido de la falta de orgullo y la debilidad que esa falta deja en el ego, en la autoestima. En fin, no voy hablar ahora de esa diferencia que todos debiéramos conocer y tantos se empeñan en que la ignoremos y terminemos confundiendo la velocidad con el tocino. Y, es que ese no es el tema que me trae hoy aquí.

En estos momentos llevo unos días preparando un articulo para publicar en otro blog, en el que voy comentar un libro en el que el autor defiende que la sociedad se inmiscuya en asuntos privados diciendo y presionando a todo hijo de vecino para que viva de un modo correcto, lo que por supuesto incluye muchas cosas, por ejemplo, si vas entrar en un templo cristiano, es lo correcto que no te pongas minifaldas o estarás mostrando falta de respecto y no me parece mal ya que esa es “casa” de ellos y cada uno en su propia casa es rey, ahora bien que no salgan a la calle y pretendan decirte también allí como vestir, pero si vas por ciertas calles de ciertas ciudades, y todos sabemos a cuales me refiero, más te vale que te vistas de tal modo que ni tu madre te reconozca si te cruzas con ella o cualquiera podrá recriminarte, según las costumbres locales, que vas “desnuda”; del mismo modo, llevar un vestido que parece dejarte las bragas al aire esta bien si vas recoger un Oscar de la Academia y tienes mil cámaras de TV enfocándote para transmitir el evento pero no si sales un sábado noche en tu pueblo de toda la vida. Y así un largo etc.

Esa manía que tiene tanta gente de creerse en el derecho y hasta en la obligación de exigir a los demás vivir como a ellos les parece que deben vivir me preocupa y pensando en ello fue como recordé la historia que había pensado callar. Y, ya no voy callar.

Me asusta la gente que es incapaz de respetar el derecho de los demás a vestir como les salga a ellos de la real gana. Y, me espantan aquellos que se consideran capacitados para saber lo que es lo correcto, aquellos que se consideran poseedores de la verdad, aquellos a los que les falta la humildad suficiente para ver, admitir, asumir, que su forma de ver el mundo, la vida, a los demás no necesariamente tiene que ser la verdadera por muy cierta que a ellos se lo parezca. Esa fe absoluta que se tiene en las propias creencias es la madre de todos los fanatismos y solo puede nacer de un ego ciego y enfermo, falto de orgullo sano y sobrado de mal disimulada vanidad.

De esto es de lo que hoy quería hablar, de la desfachatez y sobreabundancia de los intolerantes. Y, del modo en el que otros les facilitan el camino.

¡Cuidado los tenemos en casa!


(Nota: el texto anterior lleva aproximadamente un año escrito, en espera para ser publicado a que el otro articulo, para el otro blog, también lo sea. Pero han ido pasando los meses y el articulo esperado no lo he dado escrito, cada vez que lo intento fracaso. La razón de mi fracaso guarda relación con que en cada intento, nada más empezar me asalta una fuerte grima de la que termino huyendo sin acabar el texto. Pero recientemente me he comprometido a escribir otro articulo sobre un texto, de autor diferente, que viene a defender que dado que todo ser humano es falible la mejor solución moral es que la comunidad, la sociedad, ejerza un control de nuestra moralidad, y que por lo tanto nos pongamos en manos de ella y nos dejemos tutelar moralmente. Por lo que al final he decidido publicar mi texto sobre “minifaldas y zapatillas”, sin esperar al otro que a estas alturas ya no sé si algún día lo daré o no terminado)