viernes, 17 de junio de 2016

El destino, la vida y nosotros

El destino es el producto resultante del interactuar de lo que cada cual es con el conjunto del universo, incluido en ese conjunto la parte que somos de él, es decir ese modo particular que cada cual tiene de ser y es que el destino incluye no solo el modo en que un ser humano interactua con lo que no es él mismo si no también el modo en que lo hace consigo mismo.

El destino es inevitable, pero no por ello conocible de antemano, pues para ello se necesitaría saber de antemano todo sobre el universo, sus fuerzas y las particularidades de cada cual.

Mi destino ya esta escrito, fijada incluso la hora de mi muerte y cada instante hasta entonces. Pero eso no niega mi libertad. Ni la afirma. La libertad es cosa curiosa. Palabra confusa al ser usada, por lo general, de un modo confuso.

Antes de que yo naciera el universo ya existía, lo continuara haciendo cuando yo ya no esté. Tiene sus leyes, a las que se encuentra sometido y a la vez a todo somete a ellas. Yo no puedo ser una excepción. Vivo bajo la misma ley que él y a él sometida. En esto no soy libre, no cabe tal libertad. No soy libre de alcanzar la luna de un salto ni de volar sin alas o vivir sin respirar. Toda mi vida está sometida a la ley de ser, hasta los dioses le están sometidos. No soy libre de elegir la familia en la que nací, ni los genes que me trajeron y traje al mundo. No soy libre de decidir que me va traer o no mañana la vida, ni lo que me traerá siquiera el próximo segundo. Pretender ser libre en ese sentido es como intentar, querer, agarrar con las manos un triangulo de cuatro lados, puro desvarió.

Pero soy libre, enteramente libre, para decidir reaccionar de un modo u otro ante lo que la vida me aporta, me trae, me hace, me ofrece, me deja vivir. La vida, eso, no lo puede decidir por mí.

Hay pues, en toda vida, un reino de la necesidad, de lo inevitable y otro reino, el de la libertad. Cuando vivo reacciono ante lo inevitable dando lugar de ese modo a un resultado que depende tanto de lo inevitable como de mi pura, simple y llana libertad. Por ello el destino de cada cual no es nunca resultado de nuestra mera libertad, como tampoco consecuencia de lo inevitable sin más. Pues mi propia libertad es inevitable, y no existe el destino sin contar con ella.

Sí, el universo me marca que es lo que la vida me va ofrecer, pero soy yo la que decido de todo eso que es lo que voy materializar y lo que no. Y, al final, de todo ello, aquello que materialice eso será mi destino. No somos hojas muertas mecidas al viento.

Por eso es tan importante saber lo que la vida me ofrece, conocer las leyes de la existencia, del ser, del universo, de la vida. Sin ese conocimiento decidiremos desde la ignorancia de lo que hay, y será entonces nuestra decisión una mera apuesta hecha a ciegas. Por eso la vida, para aquel que comprende tales cosas, es una permanente búsqueda de conocimiento, de luz con el que penetrar las tinieblas y un palpar en ellas cuando nos falte luz, es un luchar por abrir los ojos y ver que hay delante nuestro, un mirar bajo las piedras por ver que se esconde allí. Solo el conocimiento nos permite ejercer nuestra libertad con un grado lo más bajo posible de mero azar. Por ello solo desde el conocimiento podemos afirmar que somos libres. A mayor conocimiento mayor es la libertad de acción, es así de sencillo. Pero esa libertad nada nos garantiza, nada salvo una cosa, que la decisión que tomemos será probablemente la más acertada para el logro de nuestros propios fines.

Por eso es tan importante la llamada plegaria de la serenidad:



         “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar,
fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar
y sabiduría para entender la diferencia”


… Qué expresa un modo de entender la vida que ya se hallaba presente en la filosofía y religiones paganas, pero que con diferente matiz ha sido desarrollada y aceptada también por otras formas de religión e incluso adoptada por muchos ateos.

Y, esto nos lleva a dos cosas:

Una es a saber rendirnos, sin vergüenza, cuando vemos que llega el momento de rendirnos.

Otra es a jamás rendirnos, mientras quepa esperanza, por pequeña que sea, de victoria.

No hay deshonor en la rendición cuando ya no hay esperanza. Hay incluso honor en ella. Más no hay honor si nos rendimos cuando aun albergamos esperanza de victoria.

Hay que saber aceptar nuestro destino, cuando somos derrotados, como hay que saber luchar para que este sea lo que deseamos que sea mientras aun nos queden oportunidades y fuerzas.

Luchar pues, mientras nos quede aliento para ello y quede una oportunidad para ese aliento. Más si hemos sido vencidos, si ya de nada nos sirve nuestro aliento o ni nos queda aliento, entonces, pero solo entonces rendirse, pero rendirse con la mirada al frente y la cabeza alta de quien sabe que ha hecho todo lo posible por vencer. Luchar pues, pero luchar con los ojos abiertos. Con el corazón caliente y la mente fría.

2 comentarios:

  1. Ayer, hoy para mí, ha muerto un compañero de trabajo, sabía mucho, quizá demasiado y ya había cumplido su destino.
    Una vez me dijo que saliera un minuto a la calle, lo hice y volví, igual, él lo supo y me dijo, vuelve a salir, salí, y encontré al hombre extranjero a quien un día antes había dado 20 euros, llevaba este hombre una cruz colgada de su pecho, al volver me dijo, ahora sí.
    sabía demasiado, lo suficiente para dar la vida a Dios.
    Le he llorado.

    Vicent

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  2. Lo lamento mucho, Vicent, en estos casos nunca sé lo que decir. Pero pienso que los dos habeis sido afortunados al conoceros y el doblemente si logro en efecto completar su vida, cumplinlar, ojala se pueda decir lo mismo de la mía cuando me llegue la hora.

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