lunes, 2 de noviembre de 2015

Podéis creerme

Esta historia que aquí os voy a relatar bien me la podéis creer, ya que es toda ella enteramente verídica, bien puedo dar fe de ello, ya que no fue a otra si no a mí misma a quién tal suceso aconteció.

Hallándome yo en esa edad en la que ya no eres una niña pero aun tampoco una mujer, me ocurrió una noche, tras ponerme el pijama, y hundirme entre las sabanas, que el sueño que hasta ellas lleve pronto me abrazo y haciéndome olvidar el mundo en el sueño me submergi.

Más bien pronto, al no ser el sueño aun lo suficientemente profundo, note que alguien o algo se había sentado en el borde mismo de mi cama. No estando yo entonces, ni ahora, acostumbrada a tales cosas eso me despertó y pude, pese a la extrema oscuridad, y quizá precisamente por ella, ver con total claridad, que allí, sentado, con total serenidad y naturalidad no estaba nadie salvo el mismísimo diablo.

Le reconocí en seguida, al primer golpe de vista. Era tal y cual me lo habían descrito, no hacía muchos años, unas monjitas. De su frente sobresalían un par de cuernos mal afilados, su descuidada barba de chivo parecía querer alcanzarle el pecho, y tenia un extenso bello, quizá todo el púbico, que le alcanzaba desde la cintura hasta la raíz misma de los tobillos, tobillos que le nacían de unas pezuñas que si de cabra o de buey ya no sé, pero, con las cuales parecía sentirse enteramente cómodo. Su rabo, era inquieto y travieso y parecía ser cuando menos dudoso el control que ejercía sobre él ya que el dicho rabo, enhiesto, subía por su espalda y con su punta en forma de punta de saeta se rascaba la oreja, primero una, luego la otra y vuelta a empezar.

Con los ojos como platos y la boca igual de abierta, que así me los dejo la sorpresa, yo ni acertaba a decir nada, ni sentía necesidad de tal. Todas mis energías, en aquel momento, invertidas las tenia en tratar de comprender, ver, mirar y remirar el prodigio que se hallaba ante mis ojos. Fue él, pues, quién inicio la conversación.

Me dijo, con amables palabras, y mejor tono, que llevaba ya, él, mucho tiempo observando mis pasos por la vida. Y, que no estando yo ya en la infancia si no camino de mi madurez, vio que era ya hora de hacerme una oferta que de tan buena que era, a buen seguro, yo no podría rechazar.

Que tal y como yo seguro ya había descubierto la vida era un continuo toma y daca, un permanente yo te rasco hoy la espalda y tú me la rascas mañana, un dar para tomar y un sembrar para cosechar.
Es decir que la vida es puro negocio y acuerdo y que dado que ya estaba yo enterada de ello seguro que haríamos, él y yo, un esplendido negocio esa misma noche, plenamente satisfactorio para ambas partes.



Lo que el quería seguro ya os lo imagináis, mi alma y lo que me ofrecía a cambio, me dijo, era oro y plata y me mostró, no sé con que artificio tal cantidad de oro y de esa plata que no habría modo alguno de que cupiera en la tierra entera, pero de caber, por su propio peso, la hundiría hasta su mismísimo centro.

Pero dijo que eso no era todo, que junto al oro y la plata, me ofrecía reinos mil, otros tanto caseríos y regalías más, coronas, palios y hasta mitras. Y, hasta el yate de no me acuerdo que magnate.

Pero que esa oferta, ya de por si descomunal, la mejoraba añadiéndole ahora el darme todo el nombre y renombre, que yo pudiera anhelar y aun más, en el reino de los vivos.

Guardo silencio entonces, y yo permanecí boquiabierta y muda, cada vez más sorprendida.
Continuo en el silencio, el diablo, continuo mirándome y yo termine por comprender que estaba esperando una respuesta. Entonces recordé que la boca la tengo para algo más que dejar que la estupefacción me la abra y hable.

Con buenas palabras y con buen tono, como fueron las suyas, le dije que su plata y su oro se lo podía guardar, prestar o regalar o vender a quién él quisiera. Que no me interesaba. Que los reinos, caseríos y regalías, sus coronas y oropeles, todos, seguro que no le faltaría quién se los ansiara, pero que no era mi caso. Que nombre propio yo ya tenia desde el día en que a poco de nacer, mis padres indecisos, habían metido una docena de nombres en una ensaladera y tras marear un buen rato esas bolitas de papel la mano inocente de mi madre saco de ella el nombre que la vida, el azar o el cosmos, lo que fuera quiso darme y que a esas alturas de mi vida el nombre y yo ya nos habíamos tomado mutuo cariño por lo que no tenía intención alguna de cambiarlo y que en cuanto al renombre mejor no, no fuera a ser cierto lo que decía mi abuelo, aquello de que el clavo que más destaca es el que más martillazos se lleva. Pero...

Le admití que había algo que el poseía y yo ansiaba. Pero que por desgracia no estaba en su oferta ni yo tenía esperanza alguna de que me lo ofreciera.

Era ahora el diablo el que tenia la boca abierta y sus ojos, hundidos en sus cuentas, como platos, pero eso no detuvo su lengua, pregunto, quiso saber, que era eso que el poseía y con la cual podría comprarme. Y, entre repentinos sollozos míos, en los que rompió mi fuerte anhelo y mayor desesperanza, le dije que bien sabía yo que de todas las criaturas era él el único que conocía todos los secretos de la creación, y que lo que yo anhelaba era uno de ellos. El secreto que me permitiera dominarlo, esclavizarlo, castrarlo para tratarlo cual buey que se puede unir a un arado y con ese arado surtir de trigo al mundo.

Y, a través del velo de mis lagrimas vi como perdía el diablo su mascara de hábil negociante y en su lugar aparecía un rostro, su rostro. El de una pobre, misera y desgraciada criatura cuya única esperanza en la existencia es que fuera cierto aquello de “mal de muchos consuelo de tontos” y no pudiera por ello parar de buscar la desgracia ajena, la mía incluida.

Y en fugaz instante huyo entonces de mi presencia, el diablo, a través de las paredes, muros y esquinares de la oscuridad misma que habitaba entonces en aquella habitación. Y, desde entonces no he vuelto a saber de él.


...Pero aquellas lagrimas, las lagrimas de aquella noche, esas lagrimas tampoco las he olvidado. Son las mismas lagrimas que lloro cada noche.

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