Esta historia que aquí os voy a relatar bien me la podéis creer,
ya que es toda ella enteramente verídica, bien puedo dar fe de ello,
ya que no fue a otra si no a mí misma a quién tal suceso aconteció.
Hallándome yo en esa edad en la que ya no eres una niña pero aun
tampoco una mujer, me ocurrió una noche, tras ponerme el pijama, y
hundirme entre las sabanas, que el sueño que hasta ellas lleve
pronto me abrazo y haciéndome olvidar el mundo en el sueño me
submergi.
Más bien pronto, al no ser el sueño aun lo suficientemente
profundo, note que alguien o algo se había sentado en el borde mismo
de mi cama. No estando yo entonces, ni ahora, acostumbrada a tales
cosas eso me despertó y pude, pese a la extrema oscuridad, y quizá
precisamente por ella, ver con total claridad, que allí, sentado,
con total serenidad y naturalidad no estaba nadie salvo el mismísimo
diablo.
Le reconocí en seguida, al primer golpe de vista. Era tal y cual
me lo habían descrito, no hacía muchos años, unas monjitas. De su
frente sobresalían un par de cuernos mal afilados, su descuidada
barba de chivo parecía querer alcanzarle el pecho, y tenia un
extenso bello, quizá todo el púbico, que le alcanzaba desde la
cintura hasta la raíz misma de los tobillos, tobillos que le nacían
de unas pezuñas que si de cabra o de buey ya no sé, pero, con las
cuales parecía sentirse enteramente cómodo. Su rabo, era inquieto y
travieso y parecía ser cuando menos dudoso el control que ejercía
sobre él ya que el dicho rabo, enhiesto, subía por su espalda y con
su punta en forma de punta de saeta se rascaba la oreja, primero una,
luego la otra y vuelta a empezar.
Con los ojos como platos y la boca igual de abierta, que así me
los dejo la sorpresa, yo ni acertaba a decir nada, ni sentía
necesidad de tal. Todas mis energías, en aquel momento, invertidas
las tenia en tratar de comprender, ver, mirar y remirar el prodigio
que se hallaba ante mis ojos. Fue él, pues, quién inicio la
conversación.
Me dijo, con amables palabras, y mejor tono, que llevaba ya, él,
mucho tiempo observando mis pasos por la vida. Y, que no estando yo
ya en la infancia si no camino de mi madurez, vio que era ya hora de
hacerme una oferta que de tan buena que era, a buen seguro, yo no
podría rechazar.
Que tal y como yo seguro ya había descubierto la vida era un
continuo toma y daca, un permanente yo te rasco hoy la espalda y tú
me la rascas mañana, un dar para tomar y un sembrar para cosechar.
Es decir que la vida es puro negocio y acuerdo y que dado que ya
estaba yo enterada de ello seguro que haríamos, él y yo, un
esplendido negocio esa misma noche, plenamente satisfactorio para
ambas partes.
Lo que el quería seguro ya os lo imagináis, mi alma y lo que me
ofrecía a cambio, me dijo, era oro y plata y me mostró, no sé con
que artificio tal cantidad de oro y de esa plata que no habría modo
alguno de que cupiera en la tierra entera, pero de caber, por su
propio peso, la hundiría hasta su mismísimo centro.
Pero dijo que eso no era todo, que junto al oro y la plata, me
ofrecía reinos mil, otros tanto caseríos y regalías más, coronas,
palios y hasta mitras. Y, hasta el yate de no me acuerdo que magnate.
Pero que esa oferta, ya de por si descomunal, la mejoraba
añadiéndole ahora el darme todo el nombre y renombre, que yo
pudiera anhelar y aun más, en el reino de los vivos.
Guardo silencio entonces, y yo permanecí boquiabierta y muda,
cada vez más sorprendida.
Continuo en el silencio, el diablo, continuo mirándome y yo
termine por comprender que estaba esperando una respuesta. Entonces
recordé que la boca la tengo para algo más que dejar que la
estupefacción me la abra y hable.
Con buenas palabras y con buen tono, como fueron las suyas, le
dije que su plata y su oro se lo podía guardar, prestar o regalar o
vender a quién él quisiera. Que no me interesaba. Que los reinos,
caseríos y regalías, sus coronas y oropeles, todos, seguro que no
le faltaría quién se los ansiara, pero que no era mi caso. Que
nombre propio yo ya tenia desde el día en que a poco de nacer, mis
padres indecisos, habían metido una docena de nombres en una
ensaladera y tras marear un buen rato esas bolitas de papel la mano
inocente de mi madre saco de ella el nombre que la vida, el azar o el
cosmos, lo que fuera quiso darme y que a esas alturas de mi vida el
nombre y yo ya nos habíamos tomado mutuo cariño por lo que no tenía
intención alguna de cambiarlo y que en cuanto al renombre mejor no,
no fuera a ser cierto lo que decía mi abuelo, aquello de que el
clavo que más destaca es el que más martillazos se lleva. Pero...
Le admití que había algo que el poseía y yo ansiaba. Pero que
por desgracia no estaba en su oferta ni yo tenía esperanza alguna de
que me lo ofreciera.
Era ahora el diablo el que tenia la boca abierta y sus ojos,
hundidos en sus cuentas, como platos, pero eso no detuvo su lengua,
pregunto, quiso saber, que era eso que el poseía y con la cual
podría comprarme. Y, entre repentinos sollozos míos, en los que
rompió mi fuerte anhelo y mayor desesperanza, le dije que bien sabía
yo que de todas las criaturas era él el único que conocía todos
los secretos de la creación, y que lo que yo anhelaba era uno de
ellos. El secreto que me permitiera dominarlo, esclavizarlo,
castrarlo para tratarlo cual buey que se puede unir a un arado y con
ese arado surtir de trigo al mundo.
Y, a través del velo de mis lagrimas vi como perdía el diablo
su mascara de hábil negociante y en su lugar aparecía un rostro, su
rostro. El de una pobre, misera y desgraciada criatura cuya única
esperanza en la existencia es que fuera cierto aquello de “mal de
muchos consuelo de tontos” y no pudiera por ello parar de buscar la
desgracia ajena, la mía incluida.
Y en fugaz instante huyo entonces de mi presencia, el diablo, a
través de las paredes, muros y esquinares de la oscuridad misma que
habitaba entonces en aquella habitación. Y, desde entonces no he
vuelto a saber de él.
...Pero aquellas lagrimas, las lagrimas de aquella noche, esas
lagrimas tampoco las he olvidado. Son las mismas lagrimas que lloro
cada noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario