La vida no es justa y parece ser
que eso es lo que cada noche de este invierno a mi vecina le dice su
gato. Que no es justa. No cuando tras dejarle dormitar en la cocina,
en su cajón sobre los restos de una vieja manta, ella decide
acostarse y entonces lo toma en brazos, entre mil protestas del
animal que sabe ya de que va la cosa, y abre la puerta y lo lleva
fuera, bajo el cubierto de tres paredes y techo y allí lo deja sobre
otro cajón que contiene la otra parte de la manta y es que no quiere
ella arriesgarse a que le haga el gato, durante la noche, un
estropicio en la cocina. Pero él, que de tales cosas nada entiende,
hay algo que tiene claro: la vida no es justa: se duerme mucho mejor
caliente al lado de la cocina y aunque él no le dice, nunca, a ella
donde ella ha de dormir ella sigue empeñada en que él, al irse ella
para cama, en la cocina no se puede quedar. Y, me lo cuenta ella
dandole la razón al gato.
...Un día de estos tengo que
acordarme de comprar arena para gatos. Solución mágica donde las
haya. Que no quiero yo que un gato tan amistoso haya de soportar tan
sistemática injusticia, ni que la anciana se vaya noche tras noche
para cama sintiendose ella tan mal consigo misma.
Y, ojala, si alguna vez alguien
se me encuentra y me ve cual gato, de arena necesitada, se acuerde y
quiera comprarme un saquito.
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